Hace ya un tiempo, un representante de la institución X me llamó para informarme que habían terminado el contrato de trabajo del señor M y que este se había marchado sin mediar palabra, pero era su interés que lo contactáramos para pagarle sus prestaciones laborales, pues la institución quería respetarle sus derechos, a pesar de que, por los Convenios Internacionales, no podía ser ni demandada ni embargada en el país.
Después de las consultas de lugar, me pidió encargarme y me envió el cheque a favor del señor M por la suma indicada en la ley dominicana, incluyendo una indemnización adicional establecida en una ley extranjera que ellos voluntariamente se animaron a honrar, así que el total no estaba nada mal.
Intenté comunicarme con el señor M durante algo más de un mes, pero no aparecía ni en los Centros Espiritistas, simplemente se había esfumado. Un día, ya sin esperanza alguna de localizarlo, decidí hacer un último intento y, “tirando a pegar”, marqué nuevamente su número… finalmente, al otro lado del teléfono, con lo que para mí se sintió como el clímax de una película de gloria, -coro incluido-, oí su voz.
Entre sorpresa e incredulidad, el señor M se alegró cuando me escuchó explicarle nuestra intención, y de inmediato me dijo que quería aceptar el dinero, y que hacía un tiempo había apoderado una abogada para demandar, pero no había tenido noticias. Al parecer, la abogada le llenó la cabeza de expectativas, sin explicarle que su acción no iba a prosperar porque mi cliente no podía ser demandada en el país, pero en fin, quedamos en que él hablaría con ella para coordinar la recepción del cheque.
Un rato más tarde, recibí la llamada de la susodicha abogada, quien hostilmente me indicó que, además del dinero de su cliente, también debíamos pagarle honorarios por el trabajo que ella había hecho, soltando de vez en cuando frases del estilo de “usted sabe que entre colegas debemos protegernos”. Luego de mi negativa rotunda a darle un centavo más, aceptó el monto ofrecido, siempre y cuando se le entregara directamente a ella, para asegurarse de retener su porcentaje. Esto fue consentido por el señor M, quien se sentía obligado a compensar a su abogada por su supuesta labor, y yo aproveché para exigir que se me entregara el original de la demanda para gestionar que no siguiera en curso.
Al día siguiente, llegó la abogada a la oficina, acompañada de su hijo y de una retahíla de supuestos consejos para un ejercicio exitoso, junto a amabilidades y sonrisas. Cuando concluimos todo el papeleo y me entregó el ejemplar de la demanda, no pude disimular mi cara de disgusto al descubrir, nada más y nada menos, que esta había sido hecha y depositada esa misma mañana, minutos antes de nuestra reunión.
No solo me había mentido sobre el trabajo que supuestamente ya había realizado para tratar de que le pagáramos algo extra, sino que también había engañado a su propio cliente haciéndole creer que desde hacía tiempo estaba trabajando su caso, para justificar el cobro de honorarios. Ya imaginarán cómo debió abrir los ojos el día anterior, cuando este la llamó para decirle que queríamos entregarle su dinero.
Cuando se despidió en el ascensor, ante el silencio que yo guardaba pensando en su descaro, me dijo con mucha simpatía “que Dios te bendiga”, y así, mientras se marchaba con el cheque en mano, en mi mente sonaban los instrumentos de una película de terror, que me dejaban a mí con la amargura y la rabia, por haberme hecho cómplice involuntaria de su fechoría, tan solo para engañar a un trabajador.